“Vivir
en cualquier parte del mundo y estar contra la igualdad por motivo de raza o de
color es como vivir
en Alaska y estar contra la nieve”
William
Faulkner
Este jueves 12 de septiembre mi barrio, como
cada año, celebrará sus fiestas de La Melonera en honor de la Virgen del
Puerto. Al parecer a la pobre la bautizaron así porque es época de melones y
las calles se llenan de ellos. Y, sí, imagináis bien, no voy a dejar pasar la ocasión
de jugar con la palabra pero tampoco de vivir la fiesta, alborotar el barrio y
seguir la senda de los niños.
La tradición se remonta al siglo XVIII y al
Marqués de Vadillo, muy devoto de esta Virgen, que dio comienzo a las celebraciones en su
honor. No obstante, son unas fiestas que a mí, como me imagino que a muchos de
mis vecinos, me pillaron por sorpresa allá por los 80 cuando se recobraron para
disfrute del vecindario. Para empezar no teníamos ni idea de formar parte de un
melonar pero no nos vino mal poner las cosas claras.
Pero si de motu propio no
caímos en ello, ya vino María Jiménez cierto año a recordarlo entre canción y
canción: ¡Viva la fiesta del Melonar! gritó, mientras mi vecino le alcanzaba la
bota de vino sin perder de vista los melones, a esto todos respondimos: ¡Melonera!
ella insistió: ¡Viva la fiesta del Melonar! y nosotros erre que erre: ¡Melonera!
y ella lo zanjó diciéndonos: Melones que sois todos unos melones.
¿Lo veis? Lo que yo os decía, la palabra da
juego.
En estos años de mi vida nuestro barrio ha
cambiado mucho, muchísimo. De vivir sin M30, a sufrirla y luego, tras siete
años de mucho sacrificio conjunto, tenemos uno de los parques más bonitos de
Madrid.
Si en este punto Gallardón piensa que le voy a
dar las gracias, que se tranquilice, que habría mucha tela que cortar con el
tema. Podríamos decir, por ejemplo, que el proyecto ha visto por fin la luz
gracias al sacrificio de los de siempre. Para él, como para tantos otros, ha sido
una ocasión más para lucrarse y para trajinar comisiones espectaculares. Otros,
nos hemos visto endeudados de por vida y encima parece que agradecidos, como
buenos melones.
Pero si el paisaje natural ha cambiado mucho,
el paisaje humano es ahora más caleidoscópico y más lleno de matices que nunca,
consecuencia sin duda del momento económico que vivimos que impulsa a salir de
sus países a mucha gente en busca de una vida más digna para su familia. Esto
es algo a lo que yo le veo muchas ventajas y una buena ocasión para el
enriquecimiento mutuo, pero inevitablemente ha dado lugar a la aparición de
desconfianzas y miedos atávicos a lo desconocido entre el vecindario.
Ellos vienen con sus costumbres y sus maneras,
ocupan el espacio público, se reúnen y disfrutan de lo que tienen a su alcance.
Sin proponérselo nos enseñan cómo se
juega y se vive al aire libre. Algo que al menos yo tenía olvidado y eso que
me pasé toda mi infancia en la calle con mi pandilla. Ellos saben muy bien como
disfrutar de esa playa de Madrid, de esos chorrillos y en un par de chapoteos
nos muestran cómo alucina un niño, ante la general estupefacción de todos nosotros,
los melones, que al no saber qué decir pensamos que con tanta humedad eso no
puede dar más que gérmenes y enfermedades y, de este modo, desacreditar a quien
disfruta sin complejos.
No tengo pueblo pero sé lo que es bañarse en
acequias y pozas que con toda seguridad tienen más peligro que nuestra “playa”
a la que a diario se le hacen unos controles y una limpia que para sí querría
la sanidad privada. En eso Gallardón tiene cuidado, que no le falte de ná a la niña
de sus ojos, a la joya de su mandato, doy fe. Venga, gracias, qué limpio nos lo
tienes todo. Ah, espera, que sale de nuestros bolsillos como tantas otras cosas.
Pero no somos racistas, no.
Al menos eso
decimos y ponemos la mano en el fuego a que no. Si acaso un poco melones y
cuadriculados. Sin embargo, ya lo decía Wittgenstein: los límites del lenguaje
son los límites de mi mundo, cuando rascas un poco y mantienes una conversación
sobre el tema salen del melonar curiosas perlas lingüísticas donde los términos
utilizados (panchito, machupichu…) no son amables y delatan a quien los utiliza
para denominar a sus vecinos, situándose con prepotencia en un plano superior
al de ellos, sin saber que en ocasiones su educación y su cultura pueden ser muy
superiores. Nos sorprendería saber la cantidad de inmigrantes que llegan a
nosotros con educación superior y titulaciones universitarias.
Deberíamos sentirnos orgullosos de acogerlos y
darles una oportunidad a pesar de que a los de aquí, a los melones, tampoco nos
sobra. Deberíamos sentirnos parte de un proyecto global que tiene por objetivo
hacer del planeta un lugar más habitable. No sabemos qué motivos concretos les
han traído, ni cuál ha podido ser su periplo hasta llegar a nosotros, nadie
deja su país y su casa así porque sí, ojalá supiéramos ir más allá. No
alimentarnos de desconfianzas, ni de odios, sino de colaboración. El enemigo es
otro. Deberíamos sentirnos felices de que estén entre nosotros y no en medio de
ninguna parte como me ha hecho ver Mario, el Pertxa, convencido colaborador de
ACNUR a quién el conflicto en Siria le ha hecho saltar de la comodidad de su
casa para concienciarnos a todos de que mientras una sola persona esté viviendo
en la desprotección y en clara desventaja el resto del mundo no puede permanecer
impasible.
Gracias, Mario, por ese toque de atención y por ser guapo por dentro
y por fuera. Como tú, digo: Welcome to my country
María Jiménez, una visionaria.
Melones, somos
todos muy melones, mientras miremos para otro lado sin arrimar el hombro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario