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"No hay barrera, cerradura, ni cerrojo
que puedas imponer a la libertad de mi mente"

Virginia Woolf

martes, 10 de septiembre de 2013

La Melonera y los melones

“Vivir en cualquier parte del mundo y estar contra la igualdad por motivo de raza o de color es como vivir 
en Alaska y estar contra la nieve”  
William Faulkner



Este jueves 12 de septiembre mi barrio, como cada año, celebrará sus fiestas de  La Melonera  en honor de la Virgen del Puerto.  Al parecer a la pobre la bautizaron así porque es época de melones y las calles se llenan de ellos. Y, sí, imagináis bien, no voy a dejar pasar la ocasión de jugar con la palabra pero tampoco de vivir la fiesta, alborotar el barrio y seguir la senda de los niños.




La tradición se remonta al siglo XVIII y al Marqués de Vadillo, muy devoto de esta Virgen,  que dio comienzo a las celebraciones en su honor. No obstante, son unas fiestas que a mí, como me imagino que a muchos de mis vecinos, me pillaron por sorpresa allá por los 80 cuando se recobraron para disfrute del vecindario. Para empezar no teníamos ni idea de formar parte de un melonar pero no nos vino mal poner las cosas claras. 
Pero si de motu propio no caímos en ello, ya vino  María Jiménez  cierto año a recordarlo entre canción y canción: ¡Viva la fiesta del Melonar! gritó, mientras mi vecino le alcanzaba la bota de vino sin perder de vista los melones, a esto todos respondimos: ¡Melonera! ella insistió: ¡Viva la fiesta del Melonar! y nosotros erre que erre: ¡Melonera! y ella lo zanjó diciéndonos: Melones que sois todos unos melones.

¿Lo veis? Lo que yo os decía, la palabra da juego.

En estos años de mi vida nuestro barrio ha cambiado mucho, muchísimo. De vivir sin M30, a sufrirla y luego, tras siete años de mucho sacrificio conjunto, tenemos uno de los parques más bonitos de Madrid.

Si en este punto Gallardón piensa que le voy a dar las gracias, que se tranquilice, que habría mucha tela que cortar con el tema. Podríamos decir, por ejemplo, que el proyecto ha visto por fin la luz gracias al sacrificio de los de siempre. Para él, como para tantos otros, ha sido una ocasión más para lucrarse y para trajinar comisiones espectaculares. Otros, nos hemos visto endeudados de por vida y encima parece que agradecidos, como buenos melones.

Pero si el paisaje natural ha cambiado mucho, el paisaje humano es ahora más caleidoscópico y más lleno de matices que nunca, consecuencia sin duda del momento económico que vivimos que impulsa a salir de sus países a mucha gente en busca de una vida más digna para su familia. Esto es algo a lo que yo le veo muchas ventajas y una buena ocasión para el enriquecimiento mutuo, pero inevitablemente ha dado lugar a la aparición de desconfianzas y miedos atávicos a lo desconocido entre el vecindario.

Ellos vienen con sus costumbres y sus maneras, ocupan el espacio público, se reúnen y disfrutan de lo que tienen a su alcance. Sin proponérselo nos enseñan  cómo se juega y se vive al aire libre. Algo que al menos yo tenía olvidado y eso que me pasé toda mi infancia en la calle con mi pandilla. Ellos saben muy bien como disfrutar de esa  playa de Madrid,  de esos chorrillos y en un par de chapoteos nos muestran cómo alucina un niño, ante la general estupefacción de todos nosotros, los melones, que al no saber qué decir pensamos que con tanta humedad eso no puede dar más que gérmenes y enfermedades y, de este modo, desacreditar a quien disfruta sin complejos.

No tengo pueblo pero sé lo que es bañarse en acequias y pozas que con toda seguridad tienen más peligro que nuestra “playa” a la que a diario se le hacen unos controles y una limpia que para sí querría la sanidad privada. En eso Gallardón tiene cuidado, que no le falte de ná a la niña de sus ojos, a la joya de su mandato, doy fe. Venga, gracias, qué limpio nos lo tienes todo. Ah, espera, que sale de nuestros bolsillos como tantas otras cosas.


Pero no somos racistas, no. 

Al menos eso decimos y ponemos la mano en el fuego a que no. Si acaso un poco melones y cuadriculados. Sin embargo, ya lo decía  Wittgenstein: los límites del lenguaje son los límites de mi mundo,  cuando rascas un poco y mantienes una conversación sobre el tema salen del melonar curiosas perlas lingüísticas donde los términos utilizados (panchito, machupichu…) no son amables y delatan a quien los utiliza para denominar a sus vecinos, situándose con prepotencia en un plano superior al de ellos, sin saber que en ocasiones su educación y su cultura pueden ser muy superiores. Nos sorprendería saber la cantidad de inmigrantes que llegan a nosotros con educación superior y titulaciones universitarias.

Deberíamos sentirnos orgullosos de acogerlos y darles una oportunidad a pesar de que a los de aquí, a los melones, tampoco nos sobra. Deberíamos sentirnos parte de un proyecto global que tiene por objetivo hacer del planeta un lugar más habitable. No sabemos qué motivos concretos les han traído, ni cuál ha podido ser su periplo hasta llegar a nosotros, nadie deja su país y su casa así porque sí, ojalá supiéramos ir más allá. No alimentarnos de desconfianzas, ni de odios, sino de colaboración. El enemigo es otro. Deberíamos sentirnos felices de que estén entre nosotros y no en medio de ninguna parte como me ha hecho ver  Mario, el Pertxa, convencido colaborador de ACNUR a quién el conflicto en Siria le ha hecho saltar de la comodidad de su casa para concienciarnos a todos de que mientras una sola persona esté viviendo en la desprotección y en clara desventaja el resto del mundo no puede permanecer impasible. 

Gracias, Mario, por ese toque de atención y por ser guapo por dentro y por fuera. Como tú, digo: Welcome to my country





María Jiménez, una visionaria.
Melones, somos todos muy melones, mientras miremos para otro lado sin arrimar el hombro.


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